domingo, 9 de marzo de 2014

Modo de orar a los espíritus

El primer deber de toda criatura humana, el primer acto que debe señalar para ella el retorno a la vida activa de cada día, es la oración. Casi todos vosotros rezáis, pero ¡cuán pocos saben orar! ¡Qué importan al Señor las frases que juntáis maquinalmente, porque tenéis esta costumbre, que es un deber que llenáis y que, como todo deber, os pesa!

La oración del cristiano, del Espírita, de cualquier culto que sea, debe ser hecha desde que el Espíritu ha vuelto a tomar el yugo de la carne. Debe elevarse a los pies de la majestad divina, con humildad, con profundidad, en un arrebato de gratitud por todos los beneficios concedidos hasta ese día y por la noche que se ha pasado, durante la cual os ha sido permitido, si bien inconscientemente, volver al lado de vuestros amigos, de vuestros guías, para absorber con su contacto más fuerza y perseverancia. Debe elevarse humilde a los pies del Señor, para recomendarle vuestra debilidad, pedirle su apoyo, su indulgencia y su misericordia. Debe ser profunda, porque vuestra alma es la que debe elevarse hacia el Creador, la que debe transfigurarse como Jesús en el Tabor, y volverse blanca y radiante de esperanza y amor.

Vuestra oración debe encerrar la súplica de las gracias que os sean necesarias, pero de una necesidad real. Es, pues, inútil pedir al Señor que abrevie vuestras pruebas y que os dé los goces y la riquezas; pedidle que os conceda los bienes más preciosos de la paciencia, de la resignación y de la fe. No digáis lo que muchos entre vosotros: “No vale la pena orar, porque Dios no me escucha”. ¿Qué le pedís a Dios la mayoría de las veces? ¿Habéis pensado muchas veces en pedirle vuestro mejoramiento moral? ¡Oh! No, muy pocas; más bien pensáis en pedirle el éxito de vuestras empresas terrestres, y exclamasteis: “Dios no se ocupa de nosotros; si se ocupara no habría tantas injusticias”. ¡Insensatos! ¡Ingratos! Si descendieseis al fondo de vuestra conciencia, casi siempre encontraríais en vosotros mismos el origen de los males de que os quejáis. Pedid, pues, ante todo, vuestro progreso y veréis que torrente de gracias y consuelos se esparcirá sobre vosotros.

Debéis orar sin cesar, sin que por esto os retiréis a vuestro aposento o que os pongáis de rodillas en plazas públicas. La oración del día es el cumplimiento de vuestros deberes, de todos vuestro deberes sin excepción, cualquiera que sea su naturaleza. ¿No es un acto de amor hacia el Señor el que asistáis a vuestros hermanos en cualquier necesidad moral o física? ¿No es hacer una acto de reconocimiento, elevar vuestro pensamiento hacia Él, cuando una alegría os llega, cuando se evita un accidente, cuando una contrariedad sólo os aflora, si decís con el pensamiento: Bendito seáis, Padre mío? ¿No es un acto de contrición el humillaros ante el Juez Supremo cuando sentís que habéis fallado, aunque sólo sea de pensamiento, al decirle: Perdóname, Dios mío, porque he pecado (por orgullo, por egoísmo o por falta de caridad); dadme fuerzas para que no falte más y el valor necesario para reparar la falta?

Esto es independiente de las oraciones regulares de la mañana y de la noche, y de los días que a ella consagréis; pero, como veis, la oración puede hacerse siempre sin interrumpir en lo más mínimo vuestros trabajos; por el contrario, los santifican. Y creed bien que uno sólo de estos pensamientos, saliendo del corazón, es más escuchado por nuestro Padre Celestial que largas oraciones dichas por costumbre, a menudo sin causa determinada, y alas cuales conduce maquinalmente la hora convenida.

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