domingo, 9 de marzo de 2014

Invocación a los espíritus

La oración es una invocación; por ella un ser se pone en comunicación mental con otro ser al que se dirige. Puede tener por objeto hacer un pedido, dar gracias o glorificar. Se puede orar para sí mismo, para otro, para los vivos y para los muertos. Las oraciones dirigidas a Dios son oídas por los Espíritus encargados de la ejecución de su voluntad, y las que se dirigen a los buenos Espíritus son transmitidas a Dios. Cuando se ora a otros seres y no a Dios, sólo es con el título de intermediarios, de intercesores, porque nada se puede hacer sin la voluntad de Dios.

El Espiritismo hace comprender la acciónde la oración, explicando el modo de transmisión delpensamiento, ya sea cuando el ser  a quien se ruegavenga a nuestro llamamiento, o cuando nuestropensamiento llega a él. Para formarse una idea de loque sucede en esta circunstancia, es necesarioimaginarse que todos los seres, encarnados ydesencarnados, sumergidos en el fluido universal queocupa el espacio, como aquí en este mundo lo estamosen la atmósfera. Ese fluido recibe el impulso de lavoluntad; es el vehículo del pensamiento, como elaire lo es del sonido, con la diferencia de que lasvibraciones del aire están circunscriptas, mientras quelas del fluido universal se extienden al infinito. Luego,cuando el pensamiento se dirige hacia un sercualquiera que está en la Tierra o en el espacio, deencarnado a desencarnado, o de desencarnado a encarnado, se establece una corriente fluídica entre los dos, la cual trasmite el pensamiento como el airetrasmite el sonido.

La energía de la corriente está en razón delvigor del pensamiento y de la voluntad. Por eso, laoración es oída por los Espíritus, en cualquier lugarque se encuentren, como los Espíritus se comunicanentre sí, como nos transmiten sus inspiraciones ycomo se establecen relaciones a distancia entre los encarnados.

Esta explicación, es sobre todo, para aquellos que no comprenden la utilidad de la oración puramente mística; no tiene como objetivo materializar la oración, sino con el fin de hacer comprensible su efecto, mostrando que puede tener una acción directa y efectiva. Por esto, no queda menos subordinada a la voluntad de Dios, juez supremo de todas las cosas y el único que puede hacer su acción efectiva.

Por la oración, el hombre llama el concurso de los buenos Espíritus, que vienen a sostenerle en sus buenas resoluciones y a inspirarle buenos pensamientos; adquiere de esta forma, la fuerza moral necesaria para vencer las dificultades y volver a entrar en el camino recto si se apartó de él, así como también puede desviar de sí los males que se atrae con sus propias faltas. Un hombre, por ejemplo, ve su salud deteriorada por los excesos que cometió, arrastrando hasta el fin de sus días una vida de sufrimientos; ¿tiene acaso, derecho a quejarse si no consigue la curación? No, porque podría haber encontrado en la oración la fuerza necesaria para resistir las tentaciones.

Si se dividiesen los males de la vida en dos partes, una compuesta de aquellos que el hombre no puede evitar y la otra de las tribulaciones cuya primera causa es él mismo por su incuria y sus excesos, se vería que ésta sobrepasa de mucho en número a la primera. Es, pues, evidente, que el hombre es el autor de la mayor parte de sus aflicciones, y que se las ahorraría si obrase siempre con sabiduría y prudencia.

No es menos cierto que estas miserias son el resultado de nuestras infracciones a las leyes de Dios, y que si observásemos puntualmente esas leyes, seríamos perfectamente felices. Si no traspasáramos el límite de lo necesario en la satisfacción de nuestras necesidades, no tendríamos las enfermedades que son consecuencia de los excesos y las vicisitudes que esas enfermedades ocasionan. Si pusiéramos límite a nuestra ambición, no temeríamos la ruina. Si no quisiéramos subir más alto de lo que podemos, no temeríamos caer. Si fuésemos humildes, no sufriríamos las decepciones del orgullo humillado. Si practicáramos la ley de caridad, no maldeciríamos ni seríamos envidiosos, ni celosos, y evitaríamos las querellas y las disensiones. Si no hiciéramos mal a nadie, no temeríamos las venganzas, etc.

Admitamos que el hombre no pueda nada sobre los otros males; que toda oración sea superflua para preservarse de ellos; ¿no sería ya mucho el que pudiera evitar todos los que provienen de sí mismo? Pues aquí la acción de la oración se concibe fácilmente, porque tiene por objeto evocar la inspiración saludable de los buenos Espíritus, pidiéndoles fuerza para resistir a los malos pensamientos, cuya ejecución puede sernos funesta. En este caso no es que nos apartan del mal, sino que nos desvían a nosotros mismos del pensamiento que puede causar ese mal; en nada entraban los decretos de Dios ni suspenden el curso de las leyes de la naturaleza; sólo nos impiden infringir estas leyes dirigiendo nuestro libre albedrío; pero lo hacen sin nuestro conocimiento, de manera oculta, para no encadenar nuestra voluntad. El hombre se encuentra entonces, en la posición de aquél que solicita buenos consejos y los pone en práctica, pero que siempre es libre de seguirlos o no. Dios quiere que sea así para que tenga la responsabilidad de sus actos y le deja el mérito de la elección entre el bien y el mal. Esto es lo que el hombre siempre está seguro de obtener si lo pide con fervor y es a lo que sobre todo pueden aplicarse estas palabras: “Pedid y se os dará”.

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